Hay algo que me encantó de la Confesión de Iván Moiseeff, hace un par de noches en Confesionario en el Rojas- Contó que de chico pasó de vivir en Rosario clase media alta, a Buenos Aires en un departamento dos ambientes- Su mamá, recién divorciada, con 40 años debía ponerse a trabajar por primera vez en su vida- La gata engordaba y se erizaba de manera demoníaca frente a las cortinas que parecían moverse por una fuerza diabólica- El pequeño Iván miraba películas de terror en las que pasaban cosas sobrenaturales aterradoras- Las cuentas a pagar se apilaban bajo la rendija de la puerta- Así los niños maléficos, las casas poseídas, las motosierras, las hachas, los cuchillos, los fantasmas, el mal, y todo ese universo de fuerzas inmanejables hacían de las suyas, destruyendo, moviendo, aniquilando y jugando con los humanos a su antojo- Y a la vez, que temía las apariciones de esperpentos o fantasmas; el terror, era la gran esperanza, porque significaba que todo podía cambiar- que el mar podía inundarlo todos, que los muertos podían copar la tierra, y cuanto mayor magnitud el desastre, la invasión mas abrupto y definitivo el cambio- De modo que con todo el miedo del mundo si algún día la tierra se detuviera y dejara de girar , entonces, ese día, al fín, seguro no habría que pagar las facturas bajo la puerta-
Amantes del terror, a la espera de que Todo Cambie y con la esperanza de que Todo puede ser diferente- o al menos interrumpir nuestras obligaciones una tarde-
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