Así como vamos al cine o al teatro, a bailar a discotecas o a visitar museos, en la ciudad de Buenos Aires y en otras de las provincias, asistimos (o podríamos asistir) a ciclos de lectura de poesía. En los años 90, iba a las lecturas de poesía que organizaban Delfina Muschietti y Daniel Molina en el Centro Cultural Rojas. El ciclo se llamaba La Voz del Erizo y por allí pasaron, leyeron y recitaron sus poemas escritores hoy imprescindibles: Mirta Rosenberg, Arturo Carrera, Hugo Padeletti, Diana Bellessi. Si no recuerdo mal, se hacía los jueves a la noche. A veces llegaba solo y allí me encontraba con conocidos, amigos, compañeros de estudio con los que después cenábamos y comentábamos lo que habíamos escuchado. Ese ciclo duró diez años y, además de enriquecer la vida cultural de la ciudad, me hizo compañía.
"Como oyente me gusta ir a los ciclos porque son espacios de escucha y de socialización, donde se puede conocer a otros poetas y salir del lugar más rígido y formal que implica leer sus libros o blogs -dice la poeta Luciana Reif, que en 2016 publicó Entrada en calor-. En los ciclos aparecen los vínculos de cariño y otro tipo de relación que va más allá de la lectura de los libros." El Rayo Verde, organizado por los asistentes al taller de poesía de Osvaldo Bossi, es el ciclo de cabecera de Reif. "Voy casi religiosamente porque es un lugar donde se respeta mucho la voz de los que leen y se genera una escucha muy atenta. Al mismo tiempo es el lugar donde van mis amigos y conocidos, y compartir con ellos esas lecturas es poder seguir armando vínculos y socializando en torno a la literatura."
Mis amigos y yo obedecíamos el consejo de John Cage a sus alumnos: "Vengan o vayan a todo lo que haya". Vivíamos en la ciudad y aprovechábamos la enorme cantidad de espectáculos y encuentros culturales gratuitos. Cuando se hacía silencio en la sala del Rojas, empezaban las lecturas. Para mí, al comienzo, era como una sesión con médiums, un acto de magia verbal, un ritual que, en vez de apelar a seres de ultratumba, le inyectaba más vida a la vida. Sin que me diera cuenta entonces, las lecturas de poesía cumplían además una función didáctica y reparadora.
"Cuando arranqué con Lecturas + Música a fines de los años 90, la idea era crear comunidad, lo opuesto al escritor en su torre o caverna -dice Cecilia Szperling, escritora y creadora de ciclos como Confesionario-. En la práctica, como se compartía escenario con una banda de rock, la idea era el escritor como músico de rock. Y fue una idea tan irresistible para los participantes que hasta los que miraban con desconfianza querían venir." Szperling también es una invitada frecuente a ciclos de lectura. "Me encanta ir y a veces se logra la magia -dice-. Eso es genial. Por supuesto no pasa siempre, pero cuando pasa es muy hermoso."
"En las lecturas veo la expansión que puede tener un texto en un ámbito distinto al de la soledad de la lectura -cuenta Walter Lezcano, que este año publicará dos nuevos libros: Punk rock y La velocidad de la sangre-. Se trata de ampliar los cercos de la intimidad y conseguir algo parecido a una comunión con los demás. Y el sostén es algo inmaterial: esas palabras que se van compartiendo al micrófono." Para Lezcano, durante la lectura hay una exposición que transmite un modo en el que el texto puede ser leído. "Aportás una voz, una certeza posible, un flujo interpretativo -arriesga el autor de Rejas-. Disfruto de ese nivel de relación con los otros: uno que nos permite ser más libres, honestos y sin condena a la vista."
Flor Codagnone, poeta y performer, participa de muchas lecturas. "Es una decisión política: si pretendo que la poesía llegue a todos lados no puedo evitar las lecturas", dice. Sin embargo, no es el único ámbito en el que participa; Codagnone leyó en manifestaciones, en neuropsiquiátricos, en escuelas, en teatros, en conciertos. "No está mal leer entre y para los colegas, de ningún modo, pero a veces siento que se necesitan cruces inesperados", agrega la autora de Resto, publicado en 2016. ¿No son como semillas las ideas de los poetas?
Le escribo a Patricio Foglia, un poeta amigo habitués de las lecturas de poesía. Afortunado él, veranea en las sierras. Le pregunto por qué asiste a los ciclos de lectura. "La presencia del poeta, con su voz y sus poemas, es una pátina que se adhiere a la experiencia de lectura, complejizándola y enriqueciéndola, colaborando en la definición de un tono, un personaje (¿pero quién lee, el poeta o el yo lírico?) -me responde el autor de Tokio-. Por supuesto que todo esto es innecesario, pero no me parece que la utilidad sea una palabra clave para pensar eso. Con parlantes y micrófonos desvencijados, la poesía circula por la ciudad."
Después de un paréntesis (o, como dirían los poetas, "un blanco") en esa actividad modesta y hospitalaria, una nueva generación de poetas le dio impulso a los ciclos de lectura. Inés Manzano, que falleció en 2016, creó uno inolvidable, llamado Interiores, en el que participaban poetas de provincias. Y luego aparecieron otros, con nombres que despiertan curiosidad: Rumiar, Antropóetico, Antidomingo de Poesía, El Bosque Sutil, Mandinga, Carne Argentina, Cruzando Veredas. Son, como me pareció hace más de veinte años el de aquel ciclo del Rojas, nombres fascinantes, que predisponen a la sorpresa, el quiebre de la rutina y el hallazgo. Pocas veces decepcionan.