Para poder hablar del Infierno, Dante tuvo que llegar al Paraíso. Pero sólo pudo llegar al Paraíso porque había sido capaz de atravesar el Purgatorio para salir del Infierno. Borges hizo el mismo recorrido en “El Aleph”, pero lo condensó en una serie de encuentros en una casa de la calle Garay: cuando llega al Paraíso descubre que es el Infierno y, entonces, todo lo que se desea es olvidarlo, vivir en el Purgatorio. Julián Gorodischer, en su deambular por la ciudad del deseo, recrea ese viaje. El cronista que narra la historia vive en un Purgatorio eterno que le parece el Infierno, quizá porque no llegó a conocer el horror del Paraíso.
La ciudad y el deseo recorre uno de los circuitos porteños que hoy puede imaginar un joven que siente que está dejando de ser joven y que ya no tiene en claro qué podría significar ser gay en la primera década del siglo XXI. El libro se presenta como una guía no tradicional del circuito gay porteño, pero excede ese cometido. Por cierto: todo es excesivo en este libro. Hay demasiada angustia, demasiada necesidad de circular, demasiado romanticismo, demasiado cansancio, demasiado sofoco.
El cronista de La ciudad y el deseo se puso la máscara de la histérica decimonónica. De la misma manera que las mujeres que representaban un acto sexual sin partenaire para el exiguo público que conformaban el doctor Charcot y sus discípulos, el narrador del libro de Gorodischer actúa un erotismo sin otro que ni siquiera tolera la masturbación. Es una versión moderna del monje medieval, el que –según Michel Foucault– llevaba la perversión al límite de lo perfecto: puro deseo sin placer.
Esta guía gay de Buenos Aires tiene también algo de “El informe sobre ciegos”, ese recorrido infernal que Sabato injertó en su novela Sobre héroes y tumbas . En el “Informe” se hacía visible un mundo de catacumbas que los habitantes de la superficie desconocían.
En La ciudad y el deseo se recorren otras catacumbas, que no sólo están en la superficie sino que a veces están incrustadas en el núcleo mismo de lo más trendy de la moda: son esos espacios del deseo que la mayoría de los habitantes de la superficie ni sospechan.
El deambular fue un gesto que surgió con la modernidad. Charles Baudelaire lo señala como uno de los rasgos típicos del hombre moderno: el flâneur, el paseante, el que camina sin rumbo fijo, disfrutando de la ciudad.
Walter Benjamin lo eleva a categoría teórica: el flâneur benjaminiano se ha transformado en un concepto abstracto que representa la deriva mental, la investigación alucinada, la inteligencia vista en el momento del estallido poético, cuando surge lo imprevisible.
Los más grandes flâneurs literarios fueron los beatniks. El cronista narrador del libro de Gorodischer le debe todo a los beatniks y, a la vez, los escamotea tan bien que es más fácil encontrar otras huellas literarias antes que las marcas salvajes de Jack Kerouac, Allen Ginsberg o William Burroughs. De los beatniks queda a flote la apelación permanente al alcohol y las drogas como forma superior de escapar del sexo: transformar el deseo en insistencia sinsentido.
Gorodischer es un cronista cimarrón. Cada vez más cimarrón y menos típicamente un cronista. En La ciudad y el deseo lleva esa escritura salvaje al límite de lo ficcional. Aquí lo real ya funciona como mero marco: lo que permite resaltar la invención.
Es una crónica nietzscheana: es decir, consciente de que no existen los hechos, sino las interpretaciones.
Así como Dante recurrió a la guía de Virgilio para recorrer el Infierno y el Purgatorio (y el narrador del cuento “El Aleph” necesitó de Carlos Argentino Daneri), el cronista de La ciudad y el deseo convoca a un compañero de correrías: Gerardo Martínez. Y así como Virgilio y Daneri se apartan del camino cuando Dante y Borges ven el Paraíso, el narrador de esta novela-crónica-guía-cimarrona hace a un lado a Martínez para poder llegar al final de su relato.
El libro se acompaña de fotografías que tomó Sebastián Freire. Hay un fuerte contrapunto entre la angustia perpetua del narrador y las imágenes.
Las fotos de Freire apelan a un estilo kitsch de porno soft: todos los modelos son típicos chongos de página web de acompañantes. Estilo étnico, músculos, juventud, pelo largo. Lo que contrataría como acompañante una loca cincuentona de Idaho de visita en la ciudad. El histérico narrador de la crónica quizá se identificaría con ese deseo si su deseo pudiera desear el placer.
La idea de identidad sexual surgió en 1869 cuando se inventó la homosexualidad. La homosexualidad fue imaginada como el tacho de basura en el que se arrojaban los rasgos psicológicos y los deseos que el hombre digno no debía manifestar en público. Desde entonces y hasta 1969, cuando surgió el movimiento gay, la homosexualidad fue Lo Peor. Cuarenta y dos años más tarde, lo gay se está convirtiendo en algo difuso. Aun lejos de su disolución, sin embargo la homosexualidad ya no es lo que fue.
Así como antes de la invención de la homosexualidad, las relaciones sexuales entre varones existieron y fueron masivas en todas las culturas, cuando la homosexualidad sea olvidada, igual seguirán existiendo relaciones sexuales entre varones. Lo que se está diluyendo es la identidad sexual; el estigma de ser “esto”. Porque tampoco nadie sabe hoy qué es un heterosexual. En ese punto de la duda, el narrador de La ciudad y el deseo se encuentra desorientado, como muchos hombres de esta época.
Quizá el personaje del libro de Gorodischer sea la crisálida del puto del futuro: está pasando por una etapa de desaparición, de sin-goce-del-placer, de puro deseo indeseable, para resurgir como mariposa gozosa. Pero ¿cuándo? Porque el puto crisálida de hoy detesta más a la vejez que a la muerte.
La ciudad y el deseo da cuenta de esta deriva trágica: hacia el fin de la homosexualidad y hacia el fin del placer por las catacumbas de Buenos Aires. Es la recorrida por un Purgatorio infinito que no llega jamás a devenir Paraíso ni Infierno.