Anotaciones al margen
¿Cuándo comenzó la práctica de subrayar libros? Un recorrido por esta costumbre, con opiniones de Fabio Morábito, Heather Jackson y Diana Bellessi, entre otros, y una pregunta sobre su futuro.
POR LUCAS MERTEHIKIAN
En La última cinta de Krapp , la obra de teatro que Samuel Beckett estrenó en 1958, un hombre anciano se sienta frente a su magnetófono para escuchar grabaciones de su propia voz cuando era joven, entre las que cuenta una anécdota amorosa. Pero tan poco se reconoce Krapp en ese yo lejano, tan intermitentes son los momentos de identificación, que decide relatar y grabar nuevamente la historia.
Una escena parecida ha ideado Cecilia Szperling con su ciclo “Libro Marcado”, cuya más reciente edición comenzó el miércoles pasado en MALBA y reunirá, desde junio hasta noviembre, a escritores y artistas plásticos que pondrán en escena las marcas sobre los libros de sus bibliotecas.
“La idea original fue hacerle un juicio al lector”, explica Szperling, que lanzó este proyecto, por primera vez, en 2008. “Y para un juicio hacen falta pruebas”. Subrayados, anotaciones al margen, sellos de librerías, citas, recordatorios para la vida cotidiana: se trata de reconstruir una experiencia de lectura que es, ante todo, una experiencia de vida. Como el personaje de Beckett, los escritores son examinados frente a su pasado para tratar de entender por qué marcaron ciertas cosas y por qué fueron indiferentes a otras. Para volver a la escena del crimen.
En 2010, el escritor mexicano Fabio Morábito escribió en Ñ dos columnas acerca de la costumbre de subrayar libros que recibieron adhesiones y rechazos por igual. La primera, “La maldición del libro subrayado”, sancionaba a los subrayadores por poner el foco sobre la frase en vez de| privilegiar la construcción del relato. Primera maldición del subrayado: rescata algo pero deja la mayor parte de lo escrito afuera.
En la segunda columna, “La vanidad de subrayar libros”, describía a un amigo con compulsión al subrayado que no podía tener un libro sin haberlo marcado. Nunca había podido escribir, en cambio, una sola línea publicable. Segunda maldición del subrayado: esteriliza la escritura y nos obliga a una biblioteca armada sólo con marcas y libros propios. Pero esto último, por lo menos, no siempre fue así.
Heather Jackson, profesora de literatura anglosajona de la Universidad de Toronto, editó, en el año 2002, Marginalia: Readers Writing In Books , un largo estudio de archivo sobre las anotaciones que diferentes escritores ingleses, de De Quincey a Graham Greene, hicieron sobre sus libros entre 1700 y 2000. De semejante tarea pudo extraer varias conclusiones. Para empezar, que no siempre estuvo mal visto marcar libros, ni siquiera cuando fueran ajenos.
El estudio de Jackson se centra en la figura de Samuel Coleridge, poeta romántico inglés a quien se atribuye el latinismo “marginalia”, plural de “marginale”: lo que se anota en los márgenes. Las anotaciones de Coleridge se habían vuelto tan famosas que sus amigos le pedían que les marcara sus libros antes de leerlos. Esta costumbre no incluía sólo a Coleridge, y ni siquiera sólo a escritores. Hasta mediados del siglo XIX era una costumbre habitual marcar los libros antes de regalarlos, algo que hubiese escandalizado al subrayador compulsivo de Morábito, pero también a casi cualquiera de nosotros.
¿Qué pasó después de 1850 para que este hábito cayera en desuso? Según Jackson, la principal razón fue la expansión de una red de bibliotecas públicas que iniciaron su lucha contra las marcas de los lectores. En el sitio web de la Biblioteca de la Universidad de Cambridge, una de las principales fuentes de consulta de Jackson, los potenciales lectores son advertidos acerca de lo que se puede y no se puede hacer con los libros. El título del apartado cuarto es elocuente: “ Marginalia and other crimes ”. Aparentemente, era cierto: puede hacerse un juicio al lector.
Escritores y lectores
¿De dónde viene esta fascinación por las marcas que los escritores dejan sobre sus libros? ¿No hacen todos los lectores lo mismo? Cecilia Szperling explica: “Es cierto que todos tenemos una experiencia de subrayado, de marcar o leer un libro marcado. Pero un escritor puede hacer una narración y condensar esos momentos de otra manera”. Heather Jackson coincide en que el estudio de las marcas de escritores sobre sus libros está sobrerrepresentado en relación con las del total de lectores. Consultada por Ñ , dijo que cree que esta diferencia se debe en parte a que “los escritores son más propensos a escribir sobre lo que leen y la gente cree que tienen algo original para decir”, pero, sobre todo, a que “los papeles de los escritores tienden a ser conservados, mientras que los de los lectores comunes, no”.
Los libreros de Buenos Aires coinciden. Andrea, dueña de Librería D’Artagnan (Ayacucho 455), admite que, aunque en ocasiones ha tenido suerte, es difícil comprar la biblioteca de un escritor, a la que se le suelen dar otros destinos (donaciones, en general). El lector promedio, por su parte, evita los ejemplares marcados por dueños anteriores, y sólo el bibliófilo es capaz de encontrar, en ciertas marcas, un valor agregado. Además, Andrea agrega que ese plus es más simbólico que económico. Esto explica un hecho curioso: hace unos años adquirieron la biblioteca estudiantil de David Viñas y, ahora, en su librería, se consiguen ediciones selladas y anotadas por él de libros como Los persas , de Esquilo, o tomos sueltos de las obras de Platón en griego, por unos $ 30 o $ 40.
Sin embargo, Alberto Casares, de Librería Casares (Suipacha 521), cree que algo está cambiando en este sentido. Para él, los lectores corrientes, y no sólo los especialistas, están dando cada vez más valor a las marcas de un libro. Ya no rechazan automáticamente los ejemplares anotados por lectores anónimos. En D’ Artagnan, de hecho, tienen anécdotas interesantes sobre lectores comunes. Andrea destaca los libros que pertenecieron alguna vez a la biblioteca de un tal Enrique Martini Lagos, que, más que como un criminal, marcaba los libros con minuciosidad de forense: “Empecé a leer a las 23.50 horas”, se lee al comienzo de un capítulo de Historia de Mayta , de Vargas Llosa.
Lo cierto es que la fascinación por ver qué anotan los escritores sobre los libros de sus bibliotecas existe. La revista literaria argentina El interpretador, por ejemplo, lanzó en marzo “Libros subrayados”, apartado dedicado a escritores que transcriben sus propios subrayados. “Algunos mandaron cosas que estaban leyendo en ese momento. Otros fueron a buscar cosas que ya sabían que tenían subrayadas. Por lo tanto, consideramos que el subrayado puede ser una forma inmediata de leer y una forma de volver a ese fragmento como antología del pasado”, explica Javiera Pérez Salerno, que dirige la sección.
Por su parte, la Biblioteca Nacional presentó, en septiembre de 2010, Borges, libros y lecturas . El volumen, a cargo de Laura Rosato y Germán Alvarez, recupera las anotaciones que Borges hizo sobre casi 500 libros de su colección que quedaron en la Biblioteca. En sus primeras páginas, Borges cita pasajes, a veces manuscritos por él y, otras veces, por su madre.
Fabio Morábito prefiere no correr el riesgo de tomarse esas marcas demasiado en serio: “Ya me imagino a un tesista sacando quién sabe qué aseveraciones sesudas sobre la obra de Borges a partir de los subrayados encontrados en su biblioteca”, dijo, consultado sobre este tipo de publicaciones. “No creo que nos revelen algo de su personalidad literaria que no conozcamos ya a través de sus libros”.
En cambio, el crítico y escritor Daniel Link asegura que este tipo de anotaciones guardan un profundo interés, en tanto parte, “si no de la obra, del archivo asociado a un nombre propio”. Tamara Kamenszain (que el año pasado se sumó al debate con Morábito) comparte este punto: “Cartas, subrayados, diarios íntimos, entrevistas son un continuo vida-obra que no explica la obra sino que la enriquece en lo que tiene de enigmática”.
En definitiva, lo que hay es un deseo de saber más: ya no alcanza con la biografía, tampoco con los diarios privados. Cecilia Szperling cree que en esta curiosidad del espectador se conectan “Libro Marcado” y “Confesionario”, el ciclo que dirigió durante años en el Centro Cultural Rojas, donde distintos artistas narraban anécdotas personales en las que ficción y realidad se entretejían. Con una idea similar en mente, la poeta Diana Bellessi participó como invitada del primer encuentro, el miércoles pasado. Dijo a Ñ : “El subrayado es para mí algo íntimo y secreto, y quisiera que permaneciera en ese lugar, salvo cuando el autor decide hacerlo público, como parte de su performance, es decir, de su construcción como autor”.
“Libro Marcado” pone en escena, así, una pos-biografía, un documento de la vida privada que se vuelve público, y mezcla el carácter social que tiene toda lectura con la realidad íntima en la que siempre se encarna. En este sentido, Szperling destaca la participación del público en los encuentros: “Se produce un momento democrático en el que las diferencias entre lectores profesionales y público se pierden”. Experiencia de lectura y experiencia de vida se reactualizan, y vuelven a confundirse.
Y en el futuro, ¿qué?
En mayo de este año, la noticia inundó los portales de tecnología y los diarios norteamericanos: desde abril, Amazon vendió más ebooks que libros físicos, en una proporción de 105 contra 100. La pregunta es de rigor: ¿qué pasará con las marcas que los lectores dejan sobre las hojas de los libros en este nuevo escenario? Szperling relativiza la importancia de este hecho frente a una idea como la del ciclo: “El libro marcado es, en realidad, el libro que te marca. El cerebro es marcado por la lectura, el formato no importa”, dice.
En verdad, si los subrayados y las marcas sobre los libros son tan significativos como algunos escritores dicen, no deberíamos temer que vayan a desaparecer. Martín Kohan y Mariana Enríquez, que participarán en julio y agosto, respectivamente, de las reuniones del ciclo, coinciden en que subrayar es un punto de partida clave para la propia escritura. “El subrayado me parece una forma más intensa, más atenta de la lectura; como tal, no sólo no esteriliza mi escritura, más bien la estimula”, dice Kohan. Diana Bellessi insiste en esta idea: “Mis criterios son los de una niña asombrada. Asombrada de ver allí algo inesperado. Algo que sé pero que veo expresado con una sabiduría y una precisión mayor; o algo que no se me había ocurrido nunca y que aparece como una revelación”.
Tampoco hay que dejar de pensar en el potencial identificatorio que portan las marcas sobre un libro, si las entendemos como “marca presente de un trabajo futuro”, según las define Tamara Kamenszain. Incluso Morábito reconoce que el subrayado puede funcionar como espejo para uno mismo a la distancia, “un espejo muy opaco, pero espejo al fin”.
Visto así, no deberíamos ser demasiado pesimistas. En Estados Unidos, voces como la del Caxton Institute, que nuclea a importantes bibliófilos del país, se manifestaron preocupadas sobre este problema. En cambio, cabe imaginar, como han hecho otros, un mundo lleno de marginalia, donde cada ebook ofrezca anotaciones de amigos, otros lectores anónimos, escritores, críticos, artistas plásticos y así sucesivamente. En efecto, Amazon ya ofrece para Kindle notas hechas a un libro por su mismo autor, luego de su publicación. Y, con el ritmo de adelantos que los lectores electrónicos muestran, sólo es cuestión de tiempo hasta que permitan escribir a mano sobre ellos, para no renunciar a las notas manuscritas.
“Quién sabe, tal vez ‘Libro Marcado’ será la despedida del libro físico”, bromea Szperling. Suceda lo que suceda, quedarán los libros con sus marcas y otros documentos sobre esta costumbre. Como “Marginalia”, el poema del norteamericano Billy Collins que relata la lectura iniciática, en una biblioteca pública, de un ejemplar de El guardián en el centeno sobre el que había “algunas marcas que parecían de grasa/y al lado de ellas, escrito en lápiz/por una chica hermosa, lo supe/a la que no conocería nunca: ‘Perdón por las manchas de huevo, pero estoy enamorada’”.
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