martes, 24 de octubre de 2006
¿A quién querías más?
Nikita era la chica linda de doce, trece o catorce, pero para mí era de 19. 19 era la edad que yo quería tener porque pensaba que todas las mujeres tenían más o menos 19 años. Sus hermanas eran las mellizas gordas, lechosas, deformes. Debían tener 9 o 10. Yo debía tener 6 o 7.
Las tres vivían en una casa antigua inmensa lindante con la mía. Yo vivía con padre, madre y mis dos hermanas. Ellas tres vivían con sus abuelos y su madre, que estaba loca, vivía encerrada en el altillo de la casa. Pensarán que es un argumento sacado de “La mano en la trampa” de Torre Nilsson o de la mitología porteña de los caserones con la loca oculta. No lo es. Vi a esa loca, pelo largo negro cara angulosa, gritar y zamarrearse desde el balcón terraza del cuarto de mis padres en el primer piso. Ella estaba en la terraza de su casa, a la altura del segundo piso de casa, por lo que apenas llegué a ver parte de su rostro. Pero desde ese balcón se podía espiar perfectamente los movimientos del patio de la casa vecina. Veía ese patio como se ve desde un palco la platea en un teatro de ópera. Con la distancia suficiente como para ver todos los movimientos de los asistentes, incluso hasta descubrir sus preferencias y simulaciones sociales.
La casa de al lado era un teatro. Tenía un inmenso salón en el medio y una escalera que subía a un primer piso. Un balconcito con baranda seguía a la escalera que bajaba por el otro costado. Era un teatro con cortinados de colores papales. Una casa detenida en el tiempo. Con dos viejos a punto de morir. Las chicas estaban libradas a su suerte. Las mellizas siempre peleaban entre ellas. En cambio Nikita se encerraba en una especie de estudio pequeño que a través del jardín delantero y las rejas de entrada daba a la vereda. No me acuerdo como llegaba a esa casa, ni tampoco como me iba. Porque la verdad no era para nada un paseo preferido y por algún motivo me recuerdo siempre allí sola, sin mis hermanas inseparables, ni otros vecinos con los que también jugábamos.
Pero allí estaba, en el desván de Nikita, viendo sus travesuras y esperando que sus abuelos la retasen y le gritaran. Ella fumaba, bailaba, se llenaba el cuerpo con tatuajes, se pintaba las uñas, usaba tacos. Todo lo que sus abuelos no querían. Las mellizas parecían hijas de otros padres. Jugaban en el taller de costura de su abuela, un lugar que mostraba un esplendor rancio de vestidos amarillentos, máquinas de coser en desuso y fotos de antiguas glorias.
El día que subiendo la escalera di con el salón de costura espié a las mellizas pero no me animé a entrar. Cortaban telas en silencio y creo que jugaban a la ama y la esclava. Una tenía que hacer todo lo que la otra le indicase. Y ese juego, tan cerca de la madre loca, me asustó un poco. Además estaban acompañada la una con la otra y el mundo parecía terminarse ahí, entre ellas.
Nikita estaba sola y abría un poco las persianas para espiar a los transeúntes. Y para que la espiaran a ella.
Un día en que ella bailaba se apostó a mirarla un soldado de la marina vestido de uniforme. Era el novio de mi maestra particular que vivía enfrente, me lo había presentado una tarde mientras calcábamos mapas y me había mostrado un regalo de amor. Era una oreja humana flotando en formol en un frasco.
Pero yo no conectaba con la actualidad. Si la casa vecina era de la era de los abuelos de Nikita, como de noche de opera, la mía era como de cine de Hollywood. O sea una casa casi sin señas de modernidad, ni tele, ni jeans, ni Charly García.
Así, pasé una infancia en un pasado muy antiguo y lejano al presente de ese momento. Y algo de eso aún conservo hoy porque la actualidad, se trate de la crisis del 2001 o del tsunami arrasando a miles de personas siempre me parece irreal. En el fondo a mi infancia la veo como una preparación para la muerte, un lugar oscuro, vacío, donde ocurren cosas extrañas, fuera del dominio de uno.
Ahí estoy otra vez en la casa vecina. Amenazada por los abuelos retadores, en mi casa nadie gritaba, por la madre loca y por las mellizas costureras que se entendían sin hablar y que podían decidir cocinarme en una olla o usarme de maniquí viviente, llenarme de alfileres y no dejarme volver a casa.
Sin embargo, y para hacer justicia, debo confesar que mi primer momento teatral mi primera actuación completa fue allí, en ese salón una noche de navidad. Fui el niñito Jesús en una cunita hermosa del pesebre viviente. Mis hermanas estaban y también había parientes de las mellizas que después de cantar “llegaron ya los reyes y eran tres…” me aplaudieron y depositaron regalos junto a la cuna, fue un momento increíble, un momento católico que me marcó terriblemente y que me dejó de alguna manera en deuda con Jesús, los reyes, la virgen María y el humilde Carpintero. Tampoco sé como fui a parar esa noche y porqué mis padres no reclamaron por nosotras hasta que volvimos. No recuerdo que nunca mi madre me haya ido a buscar a esa casa, tampoco recuerdo comentarios sobre ellos y tengo la impresión que eran unas excursiones sobre las que ni contaba ni preguntaban.
Pero ahí estaba yo espiando sin ser notada a la hija de una madre loca y un padre vaya a saber qué abandonada a la suerte de unos viejos…
Esa mañana, mi mamá trabajaba en el Hospital Rivadavia y mi papá se había ido a su oficina, yo había faltado a la escuela. Y ahí me escurro de mi casa y llego al caserón, ¿salté el muro? ¿entré por la puerta abierta? Ni idea.
Corro una cortina, era tan antigua que veo a este recuerdo como un recuerdo de mi mamá o de mi abuela…pero es mío! Y veo por esos vidrios cuadrados a Nikita con Goyita!…Goyita era la niñera que me cuidaba. Ella nos hacía bailar por las noches y también se iba y volvía antes de que mis padres regresaran. Bueno, si, un día la descubrieron…pero fue después de muchos años de dejarnos dormidas y darse la escapada.
Goyita debía tener ¿15? ¿19? Ya les dije que todas las mujeres, las que no eran niñas tenían 19, podían ser novias, madres, maestras, actrices. Tenían un año más que 18 y entonces…eran libres!
Nikita y Goyita bailaban apretadas. Su pecho uno contra otro era la fuente motora de ese baile. Es que la gracia era apretarse mucho y luego despegarse y volver a apretarse. “ ¡Qué gordas!” A esa edad odiaba todo lo gordo y de golpe Nikita, que era la más linda, ¡era gorda!
El juego seguía, se juntaban y se alejaban. Los roces y las fricciones parecían ocasionarles gran felicidad y alegría. Parecían estar adheridas y pensé si no les dolería la separación, como duele arrancarse una curita después de varios días. Nikita movía sus pies y la estela de su movimiento llegaba hasta su cabeza. Espié para ver si les salía sangre, pero no pude ver.
Abrí un poco la puerta, por suerte no me escucharon pero yo sí pude escuchar: “iguales!”, “son iguales!”, ¡somos iguales! Ellas estaban disfrutando de su cuerpo pero yo pensé que igual era mucho más lindo ser flaca.
Entré y vi una lata de Nesquik y una cuchara. Goyita no me dejaba comer el chocolate puro porque me podía ahogar y morir. Pero lo probé igual.
Y ellas juntaron sus labios y eso era de novios y enamorados.
Salí y ellas ni se dieron cuenta. Después no me acuerdo, ni lo que pensé, ni lo que sentí, ni como llegué a casa. Mis recuerdos terminan siempre en un negro quizá en el momento donde debería empezar a hablar.
Pero a fuerza de recordar el recuerdo vuelve y se amplía, creo que pensé, estoy casi segura, algo así “están enamoradas… entonces Goyita no nos quiere. Ni a mí ni a mis hermanas”. Si pensé eso y me entristecí. Mucho.
Publicado en Lamujerdemivida número 37.
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1 comentario:
¡ah! lo leí antes de ayer, en mi trabajo, proque tenía la revista pero no leo de corrido.
La verdad que me gustó mucho mucho tu cuento.
Lorena.-
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